Liliana Mendiola sufrió violencia feminicida: su esposo le pegó un disparo en la cabeza tras años de una relación con vaivenes, desde alegrías y satisfacciones, hasta afrentas que debió encarar en silencio, porque ocurrieron en otras épocas, en contextos diferentes y con una cultura muy arraigada de soportar todo en bien de la familia
Texto: Édgar Ávila Pérez
Fotos: Jesús Siguenza
Año 2008
Veracruz, Ver.- “Voy a empezar a ir a terapia”, le dijo en tono amable y conciliador aquel que la atrapó en un violento torbellino que creció de manera incontrolable.
Ella, Liliana, se sentó en el mueble de la pequeña sala de su hogar, una casa de interés social donde se refugió huyendo de una intensa vida amorosa, tormentosa y fracturada.
Desde ahí observaba al hombre que, como un cliché de sus años juveniles, amó con toda su alma y su ser. Él intentaba abrir la mochila con la que había llegado. Se le notaba inquieto.
“Traigo algo que te quería enseñar”, justificó sus intentos por abrir y extraer ese algo de la bolsa que colocó en un banco de la barra desayunadora en aquel diciembre, una fecha que marcó un antes y un después en su vida.
Las tres niñas de cuatro, ocho y diez años, recién llegadas de un fin de semana al lado de su padre, se refugiaron en una de las habitaciones de esa casa de un solo piso en un fraccionamiento clase mediero de la ciudad de Xalapa, una capital con aires de pueblo.
“No, luego me lo enseñas”, atajó una Lili de 34 años. Observó cómo ese amor furtivo, poderoso y tempestuoso caminó a su lado derecho y se sentó en el sofá para iniciar esa charla postergada durante largos días y semanas en que había decidido separarse.
Era obvio que debían hablar. Una mañana de domingo, previo a distanciarse, despertó y lo miró dormido: la rabia la invadió, demasiadas afrentas por digerir, afrentas que soporto porque eran otras épocas donde había que aguantar en aras del bien familiar, pero ya era momento de vomitarlo todo. Aquella seducción que sintió en el pasado por su compañero, quien mostraba al exterior siempre un rostro amable, agradable, cordial, cortés, atento y benévolo, se había esfumado a base de engaños, traiciones y desilusiones. Ya no sentía nada, ya no le provocaba nada. Sólo rechazo a su presencia.
“¿Qué vas a hacer?”, le preguntó a Liliana.
Ella conservó la calma, estiró la plática lo más que pudo para sosegar los vientos y aguas huracanadas en que se habían sumergido ambos durante años y décadas en su existencia. Intentaba no hacer contacto visual con ese ser que le causaba tantas emociones encontradas.
“No voy a regresar”, contestó con firmeza, sin mirarlo a los ojos, con el miedo retorcido en todas sus entrañas. Contarle que se dedicaría a estudiar un diplomado, aceleró la mecha de odios y resentimientos contenidos con una nueva pausa.
“¿Y las niñas?”, increpó con rabia aquel “encantador” de mil rostros bajo la noche, que la conquistó desde el bachillerato. “Las voy a dejar con mi mamá, voy a la escuela y de regreso ya estoy con ellas”, soltó, suavecito, buscando apaciguar el mar embravecido.
Mantenía la mirada fija al frente, se negaba a observar al padre de sus hijas, al hombre que siguió hasta el fin del mundo, aunque el fin del mundo fuera una maloliente prisión o los pestilentes confines de las emociones.
Los ánimos se encendieron. La bestia del mal, que muchas veces se ocultaba en la bondad, había sido liberada. Y de pronto ella sintió un golpe seco y sus ojos dejaron de ver luz. La oscuridad la atacó.
Como pudo, en esa negrura, caminó al baño, conocía de memoria la ubicación de cada mueble. En el lavabo, se arrojó agua a la cara, sintió un dolor… intentó verse en el diminuto y cuadrado espejo. Seguía sin reconocerse claramente. Más agua y entonces contempló a una Liliana descompuesta, entendió que era sangre escurriendo por su rostro y pensó que su hombre le había dado un golpe… sin tiempo para reaccionar escuchó a lo lejos, fuerte y seco, un disparo.
Trastabillando regresó a la sala y fue como encontrarse una escena de una película: el cuerpo de su esposo boca abajo, sangre surgiendo de su ser e invadiendo el piso y una pistola al lado. Incrédula se acercó, lo tocó y sintió un organismo inerte.
Rompió la escena, salió de su letargo y se acercó al escritorio, tomó el teléfono, marcó al número de emergencias 066 y alertó: “mi esposo está herido”. Sí, dijo “mi esposo”.
–Ya nos hablaron sus vecinos. Ya tenemos el reporte, ya van las unidades para allá. No me cuelgue, escuchó del otro lado del auricular. “No cuelgue”, le insistió la operadora.
–¿Está usted herida?
–Sí, sí estoy herida, contestó y recibió una batería de preguntas: “¿cómo se llama?”, “¿dónde está?”, “¿cuál es su dirección?”, “¿quién más está?”.
Permanecía estática, cuando a lo lejos escuchó el ulular de las sirenas y de pronto vio entrar a un hombre moreno y alto, vestido de policía.
“Siéntate madre”, le dijo y le acercó una silla. Se sintió extraña, poca gente le decía “madre”. Un nuevo hilo de preguntas y respuestas que jamás interrumpió, ni siquiera al ver ingresar una camilla.
Cuando se paró de la silla para acostarse en la camilla, su cuerpo y su mente se sobresaltaron. Miró a todos los lados y preguntó, angustiada: ¡¿Y las niñaaaaas?! ¡¿Y las niñaaaas?!
–Ya las tenemos aseguradas, escuchó la voz del oficial y en la camilla, inmediatamente, perdió el conocimiento.
El agente reportó a los socorristas: “tiene un impacto de bala en la cabeza”.
“¿Cómo le explicas a una mujer de hoy cómo era la sociedad hace tres décadas, con contextos diferentes? Claro, ahora tienen una información completamente diferente. No se trata de romantizar la información que yo tuve en su momento, no es la misma que tiene una mujer hoy, para bien”.
Un mundo de demencia
Año 2007
Liliana llevaba horas encerrada en la habitación. Logró dormir a las tres niñas en una sola cama y colocó un segundo colchón pegado a la puerta, ahí, medio dormida, escuchaba las risas, gritos y un alboroto de su esposo y sus amigos, esos a los que poco conocía pero cada vez que cruzaban palabras provocaban que su estómago se revolviera.
Pasaban las horas y el escandalo aumentaba en esa casa a la que había intentado llamar “hogar” en el puerto de Veracruz, una ciudad bulliciosa, de mujeres y hombres alegres, repletas de antros, bares y fiestas en cada esquina, en cada colonia y fraccionamiento.
Era entre semana y el reloj ya casi marcaba la seis de la mañana. El ambiente en la sala se sentía pesado, como una losa que aplastaba las sensaciones. Era hora de poner un alto a la juerga iniciada un día antes, tomar valor y enfrentarlos, como siempre encaraba las cosas de su vida adulta al lado de ese hombre.
Bajó las escaleras con el enojo como su arma principal, pero cuando entró a la habitación se encontró con un mundo de alucinaciones y su ser se desmoronó: los cuatro o cinco tipos se exhibían con la cabeza a medio rapar, con mechones largos en algunos puntos y el cráneo limpio en otras áreas, como muñecas de plástico antiguas con el pelo arrancado a jirones; reían descontrolados, con ojos desorbitados y cuerpos que se movían sin sentido.
Uno de ellos tenía en la mano una afeitadora eléctrica y en un estado de demencia soltaba carcajadas y trasquilaba a sus amigos, con botellas y cigarros arrojados por doquier, con la pestilencia del alcohol consumido en el ambiente.
Liliana miró, por unos segundos, ese horror, una escena de esquizofrenia colectiva y estalló: “¿Qué te pasa?”, “¿estás mal de la cabeza?”, gritó, enfurecida, corrió a todos los “amigos” con la autoridad de ser la mujer de casa y ordenó a su esposo meterse a bañar.
Esos últimos momentos de su vida juntos, casi un año antes que decidiera decirle “No voy a regresar”, había comprendido que ese hombre se había convertido en un hijo más, al que tenía que cuidar, regañar y mantener en la línea de lo permisible.
En medio de convivencias naturales, salidas alegres y momentos de felicidad, las afrentas se acumulaban, los engaños amorosos surgían en medio de la escasez económica en casa, donde ella se mantenía viviendo con lo mínimo y haciendo un esfuerzo para sostener a flote a la familia, sobre todo a las niñas, porque eso dictaban los cánones.
Ya había huido a casa de sus padres al conocer detalles de una aventura amorosa; a su familia le confesó querer terminar con la relación, pero a los 20 días le ordenaron regresar al hogar, porque esa era la vida, eso dictaban las costumbres arraigadas de la época: mantener a flote la familia, el eje primordial de la sociedad.
–¿Sabes qué? Yo ya me quiero separar, había insistió.
Liliana sabía que las cosas no marchaban nada bien, la situación era precaria, no por falta de ingresos, sino que él estaba gastando el dinero y sus caricias en otro lado.
Alejarse del puerto de Veracruz para trabajar en la capital Xalapa, gracias a las gestiones de su padre, obtener una mayor autonomía económica y verlo con menos frecuencia, poco servían, siempre ese hombre insistía, la acosaba, la reconquistaba con palabras de amor, aliento y la promesa de portarse mejor.
Los años se acumulaban y con ellos los agravios. Siempre mantenía la cordura, guardaba para sus adentros episodios vergonzosos, actitudes que dañaban el amor propio, pero cada uno de ellos representaba un quiebre más en la relación.
Nunca contaba nada. En su casa, hacía el exterior, todo estaba bien. Él, era un hombre encantador, amable y buen conversador con la gente. Les caía bien a todos.
“No ha sido fácil, hay una frase que se oye muy trillada, pero realmente no me he detenido a sufrirlo tanto, y cuando me he detenido ha sido muy rápido, a veces hay cosas que se escuchan muy rudas por parte de mi familia, pero realmente ha sido un empuje”.
Una juventud arrebatada
Año 1990
En su mente llevaba la encomienda de ingresar a ese mundo sombrío. El cuerpo de Liliana tenía miedo, ese lugar de paredes altas, torres de vigilancia y barrotes interminables le infundían respeto, pero su lealtad al amor juvenil era más fuerte.
La madre del muchacho empujó una y otra vez; la presionó y manipuló para que a escondidas, con el silencio cómplice, viajara desde el puerto de Veracruz, donde vivía con sus padres en sus años estudiantiles, hasta el pueblo de Coatepec, sede de las mazmorras más famosas de los años noventa.
–Mi hijo se va a morir si no te ve, le decía la mujer. “Mi hijo te extraña”, acentuaba. No había ocasión en que no le recordara que sin ella, ese joven que la mimaba y arropaba al extremo, moriría de tristeza.
Y así, a sus 16 años se encontraba frente a esa enorme estructura vigilada por policías donde su “hombre” había sido recluido por su oculta vida. No solo fue la presión ejercida, sino un compromiso de vida, rendir tributo a uno de los valores principales de la crianza en casa: la lealtad y el apoyo incondicional cuando alguien cercano tiene un problema.
En casa le inculcaron desde temprana edad no sólo la disciplina para el estudio y el trabajo, sino el don de la independencia: caminar en solitario por las calles de la colonia populosa del norte de Veracruz, tomar el autobús rumbo a la escuela y al trabajo de sus padres, salir por las tardes y noches con amigas y amigos. Sobre todo, resolver los problemas sin esperar ayuda, era parte de la esencia familiar.
“Yo no me puedo ir”, se repetía constantemente. Así tomó el valor para avisar en casa que saldría con amigas a la playa y subirse al auto de la madre de su novio, vestirse de colores reglamentarios para ingresar y someterse a una revisión en la desnudez.
Cuando lo vio se fundieron en un abrazo, lloraron y charlaron. “Espérame, ya voy a salir de aquí”, le dijo como si nada ocurriese. “Esto se va a arreglar y vamos a salir bien”, insistió, incluyéndola en su doble vida, sin dar explicaciones del por qué se encontraba en el penal de Pacho Viejo.
Ella sabía todo del pasado oculto de quien se convertiría en su esposo y padre de sus hijas.
Se había convertido en algo habitual que su amor se ausentara hasta cuadro días en algunas ocasiones. Jamás daba explicaciones, pero ahora era distinto, pasó una semana sin que regresara a acompañarla en sus viajes furtivos a Xalapa, Córdoba y Orizaba.
Al lado de sus amigas de escuela, lloraba la ausencia. Fueron ellas, sus confidentes del colegio, quienes le exhibieron un ejemplar del periódico Notiver con la noticia de la captura de una banda de roba autos, donde aparecía el nombre de su novio.
Estaba espantadísima, sin entender lo que ocurría, pero jamás pensó en huir. Quería saber cómo estaba él. Sentía un amor profundo por esa persona que había llegado a su vida rompiendo las frustraciones por su cuerpo rollizo, temores y miedos juveniles a pesar de formar parte del grupo de las “fresas”.
En su memoria, el recuerdo de aquel día en que lo vio parado, por primera vez, en la puerta de la casa de sus padres, donde la desarmó por completo. Aquel chavo, uno de los más guapos y codiciados, con una novia espectacularmente rubia, había tocado a sus puertas.
“Te vine a ver ¿cómo estás?”, le soltó.
¿Qué onda?, pensó ella para sus adentros. La invadió una emoción por tener frente a aquel codiciado “niño” que conoció en una de tantas fiestas a las que habitualmente llegaba. Aquella agitación aumentó con los abrazos, besos, regalos constantes y salidas subrepticias. La atrapó, como en una prisión, con su presencia constante, con tenerla siempre cerca, como una presa del cazador.
Por eso ahí estaba, dentro del área de visita de la cárcel, abrazándolo y prometiéndole que lo esperaría, a pesar de las múltiples advertencias que recibía de amigas. “No andes con él porque se porta muy mal”, insistían.
Escribió docenas de cartas que llegaban a la penitenciaria durante poco menos de seis meses que estuvo internado. Entre líneas siempre aparecían las frases de “Yo estoy aquí para ti”, “cuentas conmigo” y el “te quiero mucho”, pero también aprendió que las sombras del mal hacen surgir lo peor de las personas. Por vez primera, sus pensamientos y su alma eran apresados por el amor juvenil y la familia de ese muchacho metido en la prisión. Observó un rostro ajeno y salvaje.
Cada día sentía mayores presiones para que acudiera, una segunda ocasión, a ese mundo sombrío. Surgieron gritos para obligarla a mantener la comunicación escrita y la cercanía. El miedo y terror, porque eran dos cosas distintas, se apoderaron de ella. Sus pensamientos iban y venían con un escenario donde sus padres se enteraban de lo que hacía, las consecuencias en su vida al volver a poner un pie en ese sitio de barrotes y policías.
Vislumbró un difícil panorama, como si se estuviera acercando a un torbellino. Disminuyó las cartas y poco a poco cortó comunicación, intentó trazar una nueva ruta en su incipiente vida, se distrajo al lado de un “niño” muy humilde pero guapo, cargador del muelle con el que se cruzaba en la parada del camión que la llevaba a la escuela. Hizo una amistad profunda y blanca, lloraba sus penas y siempre la guiaba por el camino recto y seguro.
Jamás llegaron a algo más, primero por la certeza que sus padres nunca aceptarían una relación con un joven de escasísimos recursos y en mucha medida porque aquel joven conocía la reputación de su ex novio. “Yo no puedo meterme contigo ni nada”, le confesó un día.
Tenía razón, cuando el ex novio salió de prisión, visitó al humilde cargador para marcar su territorio y luego se paró frente a una Liliana aterrada por su presencia. Como si nada hubiese ocurrido, la frecuentó una y otra vez, insistió hasta el cansancio, la llenó de elogios, obsequios y la reconquistó.
“Poco a poco y a raíz de muchas terapias hubo momentos de entendernos, de deconstruirnos como familia”.
Verse al espejo
Año 2008
“No voy a regresar”, contestó con firmeza. Los ánimos se habían encendido. El monstruo, que muchas veces se ocultaba en la bondad, fue liberado. Y de pronto Lilian sintió un golpe seco y sus ojos dejaron de ver luz. La oscuridad la atacó.
Como pudo, en esa negrura, caminó al baño, conocía de memoria la ubicación de cada mueble. A ciegas, sin saberlo en ese momento, se topó con sus tres hijas que abandonaban espantadas y corriendo la habitación en la que se refugiaron. La vieron descompuesta y ensangrentada.
Las tres se adentraron a la sala, donde a los lejos, momentos antes, oían una discusión. La mayor alcanzó a ver a su padre colocarse la pistola en la cabeza: un golpe fuerte y seco colmó la habitación.
La discusión previa, los gritos, disparos perturbaron la tranquilidad de la calle de ese fraccionamiento. Una vecina se armó de valor, se acercó y al ver a las tres niñas las protegió en su hogar.
Adentro, cuando Liliana se paró de la silla para acostarse en la camilla, su cuerpo y su mente se sobresaltaron. Miró a todos los lados, no miró a las niñas por ningún rincón y preguntó, angustiada: ¡¿Y las niñas?! ¡¿Y las niñas?!
–Ya las tenemos aseguradas, escuchó la voz del oficial y en la camilla, inmediatamente, perdió el conocimiento.
La noticia se expandió como reguero de pólvora en una ciudad con alma pueblerina como Xalapa. El intento de asesinato contra una mujer, hija de periodistas y funcionarios, y el esposo que había intentado suicidarse, ocupaba los principales titulares de la prensa. Una ciudad en shock.
Como un murmullo, percibía el choque de instrumentos médicos, el movimiento de sillas y camillas recorriendo pasillos, el zumbido de las balastras de las lámparas del techo y voces inconfundibles de médicos dando instrucciones y dialogando, parsimoniosamente, con sus pacientes.
El olfato le decía que se encontraba en un hospital, colmado de olores a lejía, desinfectantes y alcohol que buscaban cubrir los aromas de heridas abiertas, grasas y cuerpos sudorosos y entumecidos.
Eran como flashazos en la mente, que la hacían ir y venir de un sueño profundo a una realidad donde se veía abrazada por mangueras, tubos, jeringas y aparatos electrónicos que emitían sonidos tenues. Quería preguntar qué pasa, qué está pasando. No entendía qué estaba pasando.
En uno de esos momentos de lucidez apareció su mamá frente a sus ojos pidiéndole tranquilidad y dejarse llevar por los doctores; en otro, señaló dibujos pegados en la pared para explicar a una doctora que eran sus hijas.
Cinco días después de sentir ese golpe seco y que ojos dejaran de ver luz, despertó completamente. Sabía que se encontraba en el hospital, sentía el característico aroma de la pulcritud.
“Hola Lili, ya te despertaste”, le dijo el neurólogo que la intervino quirúrgicamente en los primeros minutos de la emergencia. “¿No sabes qué te pasó?”, preguntó con una voz serena.
“No”, respondió en voz bajita.
“Te dispararon”, agregó amable. “Y mira, aquí tienes la bala”, contó y le tocó la cabeza, donde Lilian sintió una especie de canica incrustada en su piel. La bala le entró por la sien, fragmentos acabaron con uno de sus ojos y al final se quedó en el exterior.
“¿Quieres que te la saque?”, “¿te la puedo retirar?”, cuestionó, otra vez, sereno y amable. Ella asintió y con anestesia local le extrajo la munición.
El especialista le prometió que sería dada de alta en los próximos días; supo que aquella batería de preguntas de la operadora del número de emergencia fue crucial para salvar su vida, conoció que una parte de su cráneo fue retirado para siempre y que lograría salir con sus propios pasos.
Horas después, preguntó por él.
Aún seguía vivo, atendido en el mismo piso de terapia intensiva, con su familia en la otra ala del hospital. A los pocos días moriría, dejándole una estela de deudas que debía afrontar, y un dolor incrustado en la familia que poco a poco fueron liberándose y desterrando todo odio y rencor.
Y ahí, en medio de olores a lejía, desinfectantes y alcohol, Lilian se paró frente a un espejo: vio su cabeza rapada, docenas de suturas del trabajo artesanal del neurólogo, un ojo inservible.
Se miró viva. Sabía que era Liliana, pero había algo nuevo en ella. También sentía que algo había muerto en ella. Dudó de su cordura, pero inmediatamente, al siguiente paso que dio, se sintió más viva que nunca.
“Lo doloroso es lo que se les queda [a sus hijas], yo no se los puedo quitar, por ejemplo, el sentimiento, la emoción, la frustración, no es algo que ningún niño tendría que vivir; esa impotencia no se la merece ningún niño, el grado de violencia que vieron”.
Mirar distinto
Año 2024
Luego de años de terapias, de reconstruirse a sí misma y a su familia, Liliana Mendiola Yépez, se dedica a dar conferencias y cursos a mujeres que han pasado por situaciones similares a la suya, y para evitar que más mujeres caigan en relaciones de ese tipo y acepten vidas llenas de violencia. Es madre de tres hijas y un ejemplo de cómo siempre es posible salir adelante.
“¿Te puedo decir una frase?: Ya me toca a mí. Justamente ahorita, en este momento, estoy en un momento de “ya me toca”, me toca a mí, ya fui esposa, como haya sido; mamá, ya crié; y ya me toca aprender a vivir a mí sola. Aprender a vivirme yo, aprender, porque no lo sé, y se oye así súper romántico, pero realmente he vivido para los otros, mucho para los otros y para las otras”, afirma.
“La verdad es que los duelos, y todo eso vivido, es atemporal. En México y en muchos lugares sabemos que las viudas viven o vivían un año de negro, eso es atemporal, no puedes decir: al año me quito lo negro y ya se me quitó el duelo, no es cierto”.